En algún lugar Bergman dice que experimentó el mayor placer de su carrera cuando le tocó filmar una escena en la que participaban veinte o treinta policías a los que les indicaba a gritos, con ayuda de un megáfono, lo que tenían que hacer. Según él, ese fue el momento más satisfactorio de su carrera – naturalmente, esto se debe a su miedo a la autoridad.
Lars von Trier[1]
Today, too, I experienced something I hope to understand in a few days.
Claus Nissen en The Perfect Human (1967)
Lars von Trier es, al mismo tiempo, el director de cine más chapado a la antigua y el más agudamente contemporáneo, o incluso adelantado a su tiempo, de la actualidad. Dueño de una inmensa reputación de enfant terrible y de artista atormentado, basada tanto en su compleja obra cinematográfica como también – quizás incluso: especialmente – en el exorcismo público de sus demonios personales de la vida “real”, este realizador danés evoca, más que ninguna otra cosa, la figura del autor vanguardista de fines de la modernidad, aquel que, armado con sus manifiestos y empeñado en la más o menos calculada ruptura de tabúes morales y estéticos, o sea a través de su acción en el mundo y sobre el mundo, no sólo que estaba todavía, sino que además todavía creía estar, en capacidad, si no necesariamente de cambiar el mundo, sí por lo menos de provocarlo, de darle una sacudida, de épater les bourgeois. Dotado de un nivel de autoconsciencia y de una capacidad de auto-ironía muy propios de la así llamada condición postmoderna[2], por otro lado, von Trier es igualmente famoso por su talento mercadotécnico y de relaciones públicas, por su maleabilidad camaleónica y por un carácter supuestamente dictatorial tan exagerado que acaba revelándose como una pose performativa (si entendemos el término “pose” como uno neutral) o como un comentario sobre el autoritarismo inherente a la creación artística, más que como una instancia “natural” y ejemplar de éste[3].
Considerado un genio por muchos y un impostor por no pocos otros, pero admirado en cierta medida – y aunque sea sólo por su audacia o, más bien, por su chutzpah[4] – por todos, el fenómeno Lars von Trier parece representar justamente un lugar en el que confluyen, sin mayores fricciones visibles, ambas categorías (“genio” e “impostor”), cuya calidad de categorías opuestas, a su vez, quedan derogada por esta misma confluencia. De manera similar, las películas del danés constituyen campos textuales en los que una serie de dicotomías como “revolución/reacción”, “innovación/conservación”, “izquierda/derecha”, “civilización/barbarie” e, incluso, “bien/mal”, que hasta hace poco aparentaban ser, al menos parcialmente, relevantes para la comprensión de la obra de hasta los más contradictorios y polarizantes cineastas de occidente (piénsese, por ejemplo, en un Fassbinder o en un Godard)[5], no sólo colapsan, pierden esencia y se transmutan, sino que, quizás más radicalmente, no tienen lugar. Lo cual es precisamente la razón por la que están presentes en los filmes, como una ausencia o como un fantasma, en todo momento.
Otra dicotomía constantemente presente en la obra de von Trier es aquella que usualmente se construye entre los conceptos de “control” y de “caos”. De hecho, una lectura posible de dicha obra bosquejaría una línea marcada por múltiples puntos de inflexión, en los cuales el artista se autoimpone, en lo referente a su labor creativa – tanto en el plano estético de ésta como en su plano más propiamente narrativo –, conjuntos de normas por cuyo cumplimiento, en última instancia, él sólo tiene que responderse a sí mismo, muy independientemente de si las normas de turno son más o menos explícitas, más o menos rígidas, más o menos arbitrarias, o más o menos descabelladas. En ese sentido, y por cierto que no sólo en ése (su “peculiar” estilo al tratar a sus actores, y más específicamente a sus actrices, es tan notorio que ha adquirido ya un cariz legendario, por ejemplo)[6], se puede decir que el proyecto de von Trier consiste en ser un director que le haga honor al significado algo más profundo de la palabra “director”: un autor (una autoridad) con potestad para legislar y para gobernar, para encauzar y delimitar, para decidir autónomamente a qué restricciones ha de estar sujeta su producción y, en definitiva, para dominar el proceso creativo desterrando de éste la posibilidad del azar, o en todo caso la posibilidad de todo azar o de todo producto del azar, cuando menos, que no haya sido determinado o generado a priori por la misma dinámica de las reglas y por el mismo funcionamiento del sistema de control.
La obsesión normativa de von Trier, sin embargo, va siempre de la mano de una voluntad transgresora que, a primera vista, podría parecer paradójica, y que sin duda es causante de una tensión palpable entre el orden y la subversión que hace, tanto de sus películas como de su propia vida, obras de arte memorables. Así, el gesto de auto-imposición de normas, lejos de reducir la potencia artística del autor, la fomenta, ya que le permite tantear o, más bien, lo obliga a llegar hasta los límites mismos de la expresión artística y a poner a prueba la capacidad de aguante de éstos, así como a tantear no demasiado cuidadosamente sus puntos más débiles para, en definitiva, verificar la viabilidad del uso de las posibles válvulas de escape de esa especie de corsé normativo que él mismo ha elaborado. A desplegar un ímpetu anárquico, en otras palabras, en un universo controlado por un orden transparentemente artificial, ficticio, programáticamente establecido para ser orden, y al que literalmente hay que oponer resistencia por medio del ejercicio de un caos creativo que, por el hecho de ser caos, no es menos programático que el orden al que subvierte o contra el que se articula.
De este modo, la aparente dicotomía “control/caos” es también derogada, en la obra y en la trayectoria del realizador escandinavo, en tanto dicotomía, en el sentido de que pierde o de que se le hace perder, absolutamente, su carácter de oposición conceptual absoluta, para convertirse o para convertirla en un complejo mecanismo cerrado cuyo funcionamiento depende de la interacción de ambos supuestos contrarios, “control” y “caos”, que no sólo se influencian mutuamente y se condicionan, como vasos comunicantes, sino que no pueden ser pensados por separado y que, consecuentemente, no existen por separado. De hecho, al rebelarse contra sus propias normas de manera superficialmente errática e impredecible, pero – en el contexto de este mecanismo surgido del colapso de la dicotomía – a un nivel más profundo de manera determinista[7], von Trier reúne, en una persona (en su persona), y aparte de las figuras del genio y del impostor, también los mitos del artista como creador y del artista como destructor, del autor como legislador y del autor como forajido, del intelectual como aliado del poder y del intelectual como adalid de la subversión.
El élan anárquico que con tanto furor despliega Lars von Trier en el territorio cuidadosamente auto-delimitado por sus propias normas previamente establecidas, entonces, no sólo lo convierte en un caso especial de artista particularmente “contradictorio”, sino que forma una base sobre la que el control que él ejerce o pretende ejercer, y precisamente en el momento de poner por sí mismo en duda dicho control por medio del caos, adquiere un tinte especialmente total, por no decir totalitario, si entendemos el término “totalitario” como uno neutral. Al regular y controlar, pues, von Trier abre las puertas del caos, y al transgredir ejerce un control totalitario.
Las manifestaciones de esta extraña o más bien extrema dialéctica en la carrera del danés son numerosas. Por ejemplo, a The Element of Crime (Forbrydelsens element, 1984), esa incómoda reflexión meta-cinematográfica salpicada de referencias intertextuales que fue la opera prima de von Trier en el formato del largometraje, y que fue con toda justicia celebrada por su – para tratarse de un debutante – casi inverosímil preciosismo estético, le sigue una producción de bajo presupuesto y de carácter casi amateur, o minuciosamente amateur (Epidemic, 1987), en la que el director, entre otras muchas funciones, asumió también la de actor, y que aún hoy suele dejar a los espectadores con la sensación ambigua de que se les ha jugado una broma cuyo carácter incomprensible no hace menos pesada[8]. De manera similar, al virtuosismo técnico frío y, de hecho, en su carácter excesivo casi insensato de Europa (1991), su primer gran éxito internacional, le sigue esa parábola melodramática exagerada, rayana en el kitsch, que es Breaking the Waves (1996), en la que también predomina un tono cinematográfico menos afectado que el del filme anterior, mucho más “natural”. Finalmente, del pequeño terremoto artístico que desencadenó con su participación en Dogma 95, ese histórico flashback vanguardista que, como pocos otros sucesos (siendo éste un suceso consistente, básicamente, en palabras), estimuló el discurso sobre el cine en los últimos años del siglo pasado, más que la producción cinematográfica en general o la de von Trier en particular (cuyo único filme Dogma, The Idiots [Idioterne, 1998], es por otro lado uno de los más inquietantes de su autoría), el danés pasó a la deconstrucción del género musical (Dancer in the Dark, 2000) y a la experimentación brechtiana (Dogville, 2003), así como al terreno del panfleto cuya ambigüedad intrínseca, antes que mitigar su carácter explosivamente político, lo potencia (Manderlay [2004], Dancer in the Dark, Dogville)[9].
La obra entera de von Trier, pues, representa una travesía transgresiva y en zigzag constante, un constante entrar y salir de los marcos impuestos, en última instancia, por el mismo sujeto entrante y saliente. No obstante, y pese al aura de sus películas “narrativas”, así como de las narrativas existentes en torno a cada una de esas películas, probablemente el filme más relevante del realizador escandinavo en lo que concierne al mecanismo de conjunción de los supuestos polos opuestos “control” y “caos”, así como a la derogación de lo dicotómico de dicha dicotomía, es The Five Obstructions (De fem benspænd, 2003), incluso por encima de la totalidad del universo Dogma. A medio camino entre el documental, el pastiche, el debate filosófico, el thriller psicológico, el cine experimental de diversas vanguardias, el “nuevo filme” à la façon del manifiesto de Oberhausen y el reality show, entre otros – y uso el siguiente término sólo por comodidad – “géneros”, The Five Obstructions constituye, en efecto, no sólo una instancia o una manifestación más o menos evidente de la dialéctica que nos ocupa, como el resto de las obras mencionadas, sino una suerte de tratado teórico sobre ella, acompañado, además, por su correspondiente puesta en práctica en celuloide.
Un experimento, en otras palabras, en el que von Trier, como si no estuviera contento con haberse forjado una reputación de realizador autócrata obsesionado por las reglas y su transgresión, expande justamente su rol normativo y desafía a Jørgen Leth, quien en palabras del mismo Lars von Trier es su director de cine favorito, a filmar cinco nuevas versiones de su propia obra cumbre (filmar “cinco veces la misma película”, según von Trier), el cortometraje experimental The Perfect Human (Det Perfekt Menneske, 1967), no sin antes imponerle diversas condiciones objetivas o, como se les llama en el filme, “obstrucciones”, a cuál más rebuscada, para dificultar el proceso de recreación y para poner a prueba tanto su talento como su talante humano.
Así, el “maestro” Leth, un respetado, aunque no precisamente famoso, escritor y realizador también danés, y casi veinte años mayor que su “pupilo”, renuncia a su libertad creativa en el mismo momento en el que acepta participar en el proyecto, y se entrega voluntariamente a la tiranía de las obstrucciones ideadas por von Trier. Este gesto, que superficialmente podría ser tomado como un simple juego (cosa que, a un cierto nivel, indudablemente también es), implica ya de por sí un sometimiento de la propia voz autorial, o sea de la condición misma de autor, al criterio, o incluso al arbitrio, de un poder superior, de un poder con poder (valga la redundancia) de decisión y control ya no sólo basada en, por poner dos ejemplos cualquiera con carácter de clichés de la industria del cine, la mera desigualdad económica o el monopolio de los procesos de la postproducción de la obra resultante, sino en la facultad de decretar, a priori, el marco en el que el autor ha de ejercer su despliegue en el mundo, la forma en la que el autor ha de actuar, manifestarse, figurar, so pena de fracasar, de ya no ser más autor.
El poder de decisión y control que von Trier se atribuye en este experimento, entonces, y que sólo puede atribuirse porque Leth se lo atribuye también, es, estrictamente, un verdadero poder de designación: quien decide y controla las reglas del juego, quien ocupa el cargo del director y del juez, o – lo que en este caso es casi lo mismo – del director y el espectador, es quien determina los fines y los medios (quien designa), así como quien está en posición de nombrar, de denominar (de designar). El hecho de que el objetivo principal de la experiencia, en palabras – ¿irónicas? – de von Trier, consista en “destruir” la obra original, la obra “perfecta”, no hace más que dejar aún más al desnudo la jerarquía que se establece entre los dos directores desde el inicio mismo de su relación y, quizás más profundamente, lo esencialmente paradójico de todo el cometido en sí.
Sea por la razón que fuere, Leth ingresa entusiasta a este sistema normativo y, para demostrar la potencia de su propia voz autorial, prescinde en una primera instancia, casi como en un rito de iniciación, de ella, o al menos de su ejercicio y despliegue libre, autónomo e individual. Pronto, sin embargo, empezará a reconsiderar lo que está haciendo, según se nos muestra entrevistas filmadas en las que von Trier está ausente (presente como un fantasma, esto es), y a preocuparse un poco por su salud mental.
Y es que, efectivamente, el estrés inherente tener que interactuar con un “monolito” como von Trier, y de tener que, dada la clara desventaja inicial de estar en una posición retórica de considerable debilidad, intentar permanentemente “hacer trampa”, usar las obstrucciones como incentivos para crear obras de arte dignas de un autor y, así, estar en capacidad de reconquistar la voz autorial, se hace visible en la cara de Leth. El realizador, de hecho, empieza a desesperar ya desde que escucha la primera obstrucción que se le impone, que es la siguiente: Leth tiene que rodar la nueva versión de su cortometraje en Cuba (a todas luces, un capricho de von Trier), sin usar sets artificiales, sin que ninguna de las tomas del producto final tenga más de doce frames (es decir, sin que ninguna dure más de medio segundo) y, para rematar, con la tarea explícita (¡una tarea como obstrucción!) de dar respuestas a las preguntas formuladas en la obra original de 1967. Si bien este último elemento de la obstrucción puede parecer un elemento como cualquier otro, hay que considerar que las preguntas de marras son altamente abstractas y, en definitiva, imposibles de contestar. “¿Quién es [el ser humano perfecto]? ¿Qué es capaz de hacer? ¿Qué desea? ¿Por qué se mueve así [mientras el actor que “interpreta” al ser humano perfecto, Claus Nissen, muy elegantemente vestido de negro, baila solo y sin que haya música en frente de un fondo perfectamente blanco]? ¿Cómo se mueve así?”[10]
Por razones de concisión y de línea argumental, este trabajo no es ni pretende ser el lugar en el que se analicen exhaustivamente los cortos resultantes de la dinámica entre los dos directores escandinavos, ni tampoco el filme The Five Obstructions en sí, como filme, más allá de sus aspectos más directamente relacionados con la dialéctica “control”/“caos”. Baste decir aquí, entonces, que Leth supera el desafío y logra hacer de su primera versión “obstruida” una obra con méritos propios, en opinión de von Trier: “Es como estar viendo”, dice al respecto, “una vieja película de Jørgen Leth”. El director desafiado, en otras palabras, defiende exitosamente su voz autorial, crea nuevamente una obra de su autoría, la recrea, y, por así decirlo, le gana la primera ronda al retador. La primera obstrucción, pues, fracasa por el éxito estético de Leth.
Precisamente por eso, von Trier insiste en complicar aún más las cosas en el segundo intento, dejando muy claro que su “programa”, al fin y al cabo, consiste en tocar “los puntos débiles” de Leth, en “banalizarlo” y en llevarlo “de lo perfecto a lo humano”, obligándolo a abandonar esa “distancia altamente afectada”, y al menos ligeramente “perversa”, que éste mantiene en su posición de “observador”, una posición en la que por otro lado se basa, en último análisis, su condición de autor (de sujeto) separado de su material (su objeto). Para lo propio, o sea para forzar a Leth a abandonar dicha condición, von Trier le ordena rodar la segunda versión del cortometraje en el sitio “más miserable de la Tierra” (concediéndole explícitamente, eso sí, la facultad de definir el término “miserable”), introducirse plenamente en la abyección más crasa que pueda imaginarse, pero sin tener derecho a mostrarla, y finalmente actuar en su propio filme, o sea desempeñar en éste nada menos que el papel del ser humano perfecto.
Lejos de parecer contento con su sino (una “nueva situación suicida”, como él mismo dice), con ese sino que se le impone después de que él mismo se lo ha impuesto, Leth decide, un poco decepcionantemente, que en el mundo no hay nada más miserable que un barrio suburbano de Bombay, al que se traslada (¿por qué no eligió, por poner un ejemplo, Beverly Hills?) Allí, escenifica en una de las calles de dicho barrio una cena de gourmets perfectamente calcada de la obra original de 1967, The Perfect Human, sólo que en este caso la mesa está rodeada por decenas de indigentes indios sólo separados de los exquisitos manjares, servidos para un solo comensal (“el ser humano perfecto”, Leth) por una película de plástico transparente con la que el realizador intenta, cumplir el mandamiento de no mostrar la abyección y, al mismo tiempo, burlarlo.
El resultado, por supuesto, es ambiguo: si la idea era realmente acortar la perversa distancia entre el autor y el material, o entre el observador y el objeto observado, el filme es definitivamente un fracaso. De hecho, en esta versión de The Perfect Human la distancia es mucho mayor que en la de 1967, y a la frialdad propia del observador se le agrega, ahora, una inquietante dimensión racial, étnica y de clase: el ser humano perfecto, de sexo masculino y blanco, come salmón y bebe Chablais mientras, tras una barrera transparente, una masa indistinta de seres humanos oscuros contempla el espectáculo y probablemente lo interpreta a su manera, de manera indescifrable. Si, por el contrario, la idea era volver a “empujar” los límites y destruirlos, delineando en ese proceso un nuevo territorio sobre el cual desplegar el ejercicio autónomo de la voz autorial y, de este modo, triunfar una vez más sobre von Trier, arrebatarle el poder de designación, el control, entonces esta problemática recreación de The Perfect Human es sin duda alguna una verdadera obra maestra.
Esta parece ser, también, la opinión de Lars von Trier, quien sin embargo deplora el hecho de que Leth, justamente, se ha pasado de listo y se ha negado a seguir su directriz, insistiendo en sacar “lo mejor de sí”, de su condición de autor, de su condición de director. En consecuencia, von Trier se siente obligado a “castigarlo” por dicho pecado, por no ser fiel “a la idea” y por siempre “intentar ser demasiado bueno”. Interrogado sobre el castigo que le parece adecuado a la falta cometida, Leth, quien a estas alturas ya se ha comparado explícitamente con Fausto (atribuyéndole tácitamente a von Trier el rol de Mefistófeles, por supuesto), declina la libertad de decidir, una vez más, pues prefiere que sea el otro “quien tome las decisiones”. Ante lo cual, casi predeciblemente, von Trier decreta que la siguiente versión ha de ser hecha en total libertad, sin obstrucciones de ningún tipo. Cosa que representa, lógicamente, la obstrucción más dura e insoslayable en el contexto de este experimento cuya premisa primigenia es la renuncia a la autonomía y a la libertad.
“How diabolical!”, exclama Leth, y es que en efecto la concesión de la libertad absoluta tiene un carácter especialmente pérfido, ya que, en lugar de debilitar el poder de designación de quien lo ejerce, cimienta ese poder hasta convertirlo, precisamente, en uno absoluto, en uno tan estable que al retirarse no desaparece, sino todo lo contrario: al ausentarse y hacerse invisible, dicho poder se vuelve más opresivo y presente que nunca.
Cosa que no significa, desde luego, que el producto final tenga que ser de mala calidad. Al fin y al cabo, aquello que suena profundo y grave en el orden de las palabras y de la discusión filosófica no tiene por qué, necesariamente, encontrar una traducción literal en imágenes, y si bien el peso de la libertad sobre un creador sometido a ella en el marco de un proyecto como The Five Obstructions es uno de visos indudablemente terribles, The Perfect Human 2002, la versión hecha “libremente” y sin obstrucciones previas, acaba siendo una prueba fílmica más del inusitado talento de su director. Efectivamente, se trata de un cortometraje válido por sí mismo y sin duda por completo diferente del original, aunque también, en cierta forma, y es que no está de más decirlo, se trata de una especie de circunvalación muy “inteligente”, muy clever, del concepto original de las obstrucciones. Leth, esta vez, “hace trampa” incluso demasiado evidentemente, pues, y se aparta demasiado de la película de 1967 que, en teoría, debería calcar o recrear. Al cumplir a rajatabla las reglas impuestas, entonces, o sea la falta total de reglas, en este caso, el autor – porque en este gesto se vuelve a constituir como autor – esquiva esas mismas reglas y se escapa del territorio al que lo confinan. Así, hacer trampa, en el caso de esta obstrucción, es exactamente lo contrario de hacer trampa.
¿O es acaso hacer trampa, en definitiva, hacer ejercicio de la libertad de la que a uno se le obliga a hacer ejercicio?
Lars von Trier, obviamente, percibe el carácter esencialmente paradójico de toda la empresa (ese carácter es, seguramente, el que lo llevó a acometerla en primer lugar) y afirma un poco desilusionado, después de ver el resultado de la tercera obstrucción, que no ha sido capaz de “dejar siquiera una marca” en su maestro, hasta el momento, y que quiere por fin ponerlo en la misma situación que la de una “tortuga patas arriba”. Contrariado por la capacidad de Leth, este autor tan terco en su condición de autor, de ser “inspirado” por “cualquier cosa” que él le imponga o le diga, en lugar de dejarse reducir “de lo perfecto a lo humano”, quien ejerce el poder de designación decide, ya explícitamente, abordar el tema del control. De lo que se trata, según von Trier, es de prescindir totalmente del control, muy en especial dado que Leth, también según von Trier (Leth no parece estar tan de acuerdo con ello), es un director al menos igualmente notorio que él mismo por el hecho de pretender alcanzar un control total del proceso cinematográfico. Así, si la primera obstrucción consistía en imponer condiciones absurdas, la segunda en obligar al autor a salvar el abismo que lo separa de su material, y la tercera en quitarle al sujeto normado el piso que representan las normas, la cuarta obstrucción es la de renunciar a todo control. Leth tiene, por eso, que adaptar The Perfect Human y hacer de ese filme un cartoon, lo cual considerando su completa ignorancia, o mejor: considerando el declarado fastidio que él siente por dicho formato, equivale a delegar toda autoridad y prácticamente toda capacidad de decisión efectiva sobre el proceso creativo y sobre la obra final.
Una vez más, no obstante, Leth se las arregla para entregar un producto estéticamente impecable, lo que es parcialmente posible gracias a su sabia elección de colaboradores expertos en la animación “seria”, pero también debido a su negativa rotunda a abstenerse, realmente, de ejercer el control. De hecho, la misma elección de colaboradores para la realización del cortometraje animado implica ya de por sí una decisión consciente y, por descontado, un ejercicio de un cierto grado de control. Incluso, en el contexto de este duelo de autores, esta capacidad de elección implica un alto grado de control. Ahora bien, resulta también evidente que este recurso está “montado” desde el inicio, como una válvula de escape pre-integrada, en el mecanismo normativo establecido por von Trier en la cuarta obstrucción, de modo que el aprovechamiento de dicho recurso por parte de Leth no representa, en última consecuencia, un ejercicio de control autónomo sobre la obra, independiente de los designios de quien impone las reglas, sino un movimiento dentro de un campo de juego previamente delimitado por ese poder. Es más, se trata de un movimiento dentro de un campo delimitado de tal manera que, justamente, sea poco menos que imperativo aprovechar esa válvula de escape ofrecida, esa supuesta posibilidad de control residual.
Quizás por eso von Trier reacciona tan indiferentemente ante el filme de dibujos animados y su “estética MTV”. En una conversación telefónica que mantiene al respecto con Leth (quien, a todas estas, está pasando por una “depresión” en su residencia de Port-au-Prince), von Trier le dice, por un lado, que es “un pesado” por negarse a fracasar, y por otro que igual “estaba preparado” para enfrentar dicha eventualidad, y preparado nada menos que con la que ha de constituir “the ultimate obstruction”, a saber: la última versión de The Perfect Human ha de ser una película elaborada por el mismo Lars von Trier en el salón de edición, a base de retazos filmados durante el desarrollo del proyecto, y sin que Leth tenga, esta vez, ni la más mínima capacidad de controlar o de influenciar el resultado final. Peor aún, Leth tiene que aceptar que sea su nombre, y no el de von Trier, el que conste como el del director del producto de la última obstrucción. Por último, tiene que declararse dispuesto a, sin ensayos previos ni facultades editoriales, leer en voz alta un texto que ha de funcionar, en el filme final, como voz en off, y que – como si esto fuera poco – ha de ser escrito por von Trier en forma de una carta ficticia remitida por Leth al mismo von Trier.
Si las obstrucciones precedentes tenían, todas, algo de “diabólicas”, es sin duda con esta última con la que el enfant terrible danés consigue condensar más exitosamente varias de las cuestiones inmanentes a lo largo de gran parte de su obra, y muy especialmente en The Five Obstructions, como son, por ejemplo, el sometimiento extremo a las normas, la renuncia a la autonomía y al control, el sacrificio extremo, limítrofe con el abandono del ego, como vehículo redentor, etc. Además, es con esta última prueba que von Trier revela del todo la envergadura entera de su “programa” inicial, o su objetivo, su intención originaria de decir la última palabra, muy consistentemente con su posición de quien ejerce el poder de la designación, y de sin embargo permitir, no: de sin embargo obligar a Leth a poner su firma debajo de dicha última palabra en un último gesto de humillación, de autoflagelación.
Efectivamente, “autoflagelación” es el término que el mismo von Trier usa para describir su obsesión por imponerse limitaciones en el proceso creativo durante un aparte en el que, a más de esto, declara que dicha obsesión fue algo que aprendió nada menos que de Leth, a quien von Trier asegura, a renglón seguido, conocer incluso mejor que lo que se conoce dicho director a sí mismo. En ese sentido, la quinta obstrucción, con su transmutación de voces autoriales y con su sistema desnudo de flagelación y de autoflagelación, es, verdaderamente, “el cierre de un círculo” (por citar nuevamente a von Trier), el momento decisivo de esta manifestación de la dinámica entre el maestro y el pupilo, el autor y el material, el observador y el objeto observado, y entre el poder normativo, el control, y la energía creativa o el caos.
El cierre del círculo, por supuesto, es también el cierre de The Five Obstructions, el clímax al que se llega en esta obra que, vista a posteriori, es bastante tradicional en su estructura narrativa. Las líneas confluyen, el autor sometido (Leth) lee, en un último acto de sometimiento, el texto escrito por quien, para liberarlo, para “llegar a donde está el grito [la “esencia” de Leth, el alma o el verdadero autor] y hacerlo salir”, lo ha sometido a un proceso de tortura psicológica y, en ese proceso, no ha logrado nada. “Nothing was revealed”, lee Leth, “and nothing helps”. El fracaso, entonces, no es el de Leth, quien ha superado las pruebas y ha sido capaz de mantener su distancia, su voz autorial, esa “perversa perfección” de la que lo acusa von Trier, o por la que lo admira von Trier, y que, valga la redundancia, precisamente convierte a Leth en el ser humano perfecto, en ese “humano humano abyecto” [sic], capaz de mantener en alto su guardia y de resistir incluso los más duros embates del poder. Capaz de constituirse, pues, en un poder por sí mismo, en uno que desenmascara el mezquino juego de von Trier, sus patéticas ansias de llegar a una verdad trascendente que no existe: “Mis películas”, dice Leth leyendo a von Trier escribiendo en nombre de Leth, “son un bluff”. El autor, Leth, demuestra ya irrefutablemente su superioridad, su perfección, basada precisamente en el hecho de ser meramente una superficie en la que von Trier “sólo ve lo que quiere ver”, y a cuyo trasfondo jamás va a llegar.
Pero lo irónico del asunto es que esta es la versión de von Trier. El experimento de von Trier ha fracasado – von Trier dixit. El autor, Leth, representa la perfección estética, el impulso creativo y anárquico que destruye por medio de su poder creativo las normas que le impone “Dear Lars, silly Lars” – von Trier dixit. The Perfect Human es la obra de arte perfecta, una cuya genialidad está más allá de lo que Lars von Trier puede soñar alcanzar, pese a haberla visto más de veinte veces y a saber de su autor más que lo que éste sabe de sí mismo – von Trier dixit. Y es que von Trier lo dice, además, apropiándose de la voz del autor y haciendo él mismo, por su cuenta, y por su propia decisión, la versión definitiva de The Perfect Human. Una versión definitiva en la que Leth, el autor perfecto, ya no es el autor sino el material, ya no es el sujeto sino el objeto, lugar al que ha acabado llegando, paradójicamente, al rebelarse contra la tiranía obstructiva de von Trier, quien aquí, más que nunca, y al llevar a Leth a ese extremo, es al mismo tiempo un genio y un impostor. El experimento ha fracasado por la acción destructiva del caos, de lo incalculable, porque se han roto las reglas… como no podía ser de otra forma, como estaba previsto y calculado, como estaba determinado por las reglas. El experimento, entonces, ha sido exitoso. El ser humano perfecto cae, como se muestra al final del filme, y ésa es su victoria. Al caer vence y al vencer fracasa.
Es, para parafrasear las palabras escritas por Leth para el cortometraje original de 1967 y pronunciadas originalmente por el actor Claus Nissen, una experiencia que podemos esperar llegar a comprender dentro de un par de días. Von Trier dixit, naturalmente.
[1] Citado en Hallberg, Jana y Wewerka, Alexander (eds.). Dogma 95 – Zwischen Kontrolle und Chaos. Berlin 2001, p. 138 (la traducción es mía).
[2] Sin pretender ni poder resumir aquí el debate sobre el término “postmodernidad”, que es notoriamente problemático y controvertido, es posible remitir tanto a Lyotard, con su énfasis en la desaparición de les grands récits (La condition postmoderne – rapport sur le savoir. París 1979), y a Jameson, quien establece la pérdida de validez de los “depth models” de la modernidad en el “capitalismo tardío” (Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism. Durham 1991), como dos de las más influyentes corrientes definitorias del fenómeno y del concepto. Por otro lado, un excelente sintetizador de perspectivas teóricas y de debates densos es, en mi opinión personal, el crítico literario Brian McHale, quien especialmente en las introducciones de sus libros Postmodernist Fiction (Londres 1987) y Constructing postmodernism (Londres 1992) consigue ilustrar de manera excelente el cambio del paradigma epistemológico al paradigma ontológico que, al menos en una lectura, representa el salto de la modernidad a la postmodernidad.
[3] Para un debate académico-periodístico sobre el olfato comercial de von Trier y sus camaradas de la época de Dogma 95, por ejemplo, ver los artículos “Dogma, oder warum es notwendig wurde, der Krise des Erzählens im Film mit einem post-modernen Wirklichkeits-Remix zu begegnen” (“Dogma o por qué fue necesario enfrentar la crisis de la narración por medio de un remix de realidad postmoderno”), de Georg Seeßlen (uno de los críticos de medios de comunicación más reputados de Alemania), y “Revoluzzer in der Selbsterfahrungsgruppe” (“Revolucionarios en grupo de autoterapia”), de Achim Frost (una respuesta al artículo de Seeßlen), en Hallberg y Wewerka (eds.), op. cit., pp. 327-349.
[4] Acudo, aquí, a la palabra en lengua inglesa chutzpah por considerar que ninguna de sus traducciones al español logra condensar los significados de audacia, descaro, frialdad y cara dura, de una manera tan clara.
[5] Una destacable excepción, similar a von Trier en muchos sentidos, sería la de Andy Warhol, sin duda uno de los artistas más inclasificables del siglo XX y, al menos en la opinión del crítico de cine de “The Village Voice” J. Hoberman, uno de los dos cineastas clave de la década de los sesenta (precisamente junto con Godard – cfr. “Like a Complete Unknown – I’m Not There and the Changing Face of Bob Dylan on Film”, en http://www.villagevoice.com/film/0747,hoberman,78422,20.html/4). La obra provocadora de Warhol, sin embargo, es de un carácter y un tono notablemente más lúdico y apolítico que la de von Trier, cuya genealogía como artista se remonta al romanticismo, a las vanguardias y al “perverso” modernismo europeo, entre otras corrientes estéticas y filosóficas, lo que la hace mucho más agresiva y amarga.
[6] Tal es la notoriedad de lo tempestuoso de la relación entre von Trier y sus actrices, de hecho, que en un libro como Lars von Trier – Le Provocateur (París 2005), el autor, Jean-Claude Lamy, se siente obligado a incluir un capítulo entero titulado “Lars von Trier et les femmes” (pp. 193-209), por ejemplo.
[7] Esta es, de hecho, una paráfrasis de la definición de “caos” provista por la Real Academia de la Lengua Española (“confusión, desorden” y “comportamiento aparentemente errático e impredecible de algunos sistemas dinámicos, aunque su formulación matemática sea en principio determinista”).
[8] A partir de aquí, todas las películas mencionadas serán nombradas con sus títulos en inglés, y sus títulos originales, en caso de ser distintos, serán puestos entre paréntesis sólo la primera vez que aparezcan.
[9] Por razones de espacio, he pasado por alto la producción televisiva de von Trier, muy a pesar de sus inmensos méritos estéticos y de que, en determinados momentos, como por ejemplo en el caso de la serie Ghosts – The Kingdom (Riget, 1994 y 1997) o de la película para televisión D-Day (D-Dag, 1999-2000) (filmada durante el cambio de milenio en colaboración con Thomas Vinterberg, Søren Kragh-Jacobsen y Kristian Levring, los otros tres signatarios del manifiesto de Dogma 95, y emitida en vivo en cuatro canales de televisión diferentes de Dinamarca), han representado verdaderos eventos mediáticos con repercusiones en toda Europa.
[10] El cortometraje The Perfect Human ameritaría, por sí solo, un estudio más detallado, o incluso un trabajo de investigación e interpretación entero que el presente texto no puede ni siquiera empezar a desarrollar. Para una transcripción del texto escrito y leído por Leth como voz en off de dicha película, ir al apéndice.
Obras consultadas
Artículos
- Hoberman, J. “Like a Complete Unknown – I’m Not There and the Changing Face of Bob Dylan on Film”. En: The Village Voice, 20 de noviembre del 2007 (http://www.villagevoice.com/film/0747,hoberman,78422,20.html/4).
- Frost, Achim. “Revoluzzer in der Selbsterfahrungsgruppe”. En: Hallberg, Jana y Wewerka, Alexander (eds.). Dogma 95 – Zwischen Kontrolle und Chaos. Berlín 2001, pp. 339-349.
- Seeßlen, Georg. “Dogma, oder warum es notwendig wurde, der Krise des Erzählens im Film mit einem post-modernen Wirklichkeits-Remix zu begegnen”. En: Hallberg, Jana y Wewerka, Alexander (eds.). Dogma 95 – Zwischen Kontrolle und Chaos. Berlín 2001, pp. 327-338.
Libros
- Hallberg, Jana y Wewerka, Alexander (eds.). Dogma 95 – Zwischen Kontrolle und Chaos. Berlín 2001.
- Jameson, Fredric. Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism. Durham 1991.
- Lamy, Jean-Claude. Lars von Trier – Le Provocateur. París 2005.
- Lyotard, Jean-François. La condition postmoderne – Rapport sur le savoir. París 1979.
- McHale, Brian. Postmodernist Fiction. Londres 1987.
- McHale, Brian. Constructing postmodernism. Londres 1992.
- Stevenson, Jack. Dogme Uncut – Lars von Trier, Thomas Vinterberg, and the Gang that Took on Hollywood. Santa Mónica 2003.
- Thomson, C. Claire (ed.). Northern constellations – New Readings in Northern Cinema. Norwich 2006.
(Crédito de imagen de thumbnail: http://www.bollywoodirect.com/lars-von-trier/. Crédito de inicio de post: http://doclisboa.org/2007/pt_programa_19.htm).
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