Nowhere to fly to (I): Leyendo 2017 a través de ‘”The Wall” de Pink Floyd

 

Cuando uno es un fan de lo que, en un sentido amplio, puede ser llamado rock, aunque quizás debería ser llamado pop para estar en un registro aún más amplio, uno tiene decenas y acaso cientos de álbumes o de colecciones de canciones (soundtracks, greatest hits, singles, secciones perfectas de álbumes menos impecables en su totalidad, etc.) que figuran, con menor o mayor relevancia, dentro del panteón personal de uno: divertimentos trascendentes, o no, que causan placer estético recurrente; obras maestras que se aprecian más por presión de los pares que por convicción o emoción propia, pero que… se aprecian; universos que se exploran someramente, porque no da la vida para explorarlos, pero que se atisba que en un universo paralelo, precisamente, serían objeto de devoción fanática; patrias que se sienten extranjeras pero a las que uno le gusta volver. Los álbumes que a uno lo conmueven realmente hasta la médula, aquellos que lo cambian a uno y, para todos los efectos, lo convierten en el ser que uno es, son siempre contados; no sé si con las manos o con cuántas manos, cosa que dependerá de la experiencia concreta del sujeto escucha específico, pero siempre contados. De lo contrario, no serían álbumes que lo hubieran conmovido a uno realmente hasta la médula. No podrían serlo: el cuerpo humano es frágil y no da para tanto. El cambio inflacionario deja de ser cambio y pasa a ser, en el mejor de los casos, antojo, veleidad.

La lista de álbumes que yo creo que a mí, personalmente, me han cambiado, está conformada por una serie de obras de los noventa del siglo XX, nada sorprendentemente, como Nevermind de Nirvana (1991), Amor amarillo de Cerati (1993), Last Splash de The Breeders (1993), Casa Babylon de Mano Negra (1994) y Juke-Box Alarm de Stereo Total (1997), así como de un par de artefactos de los ochenta que habían ido despertando en mí esto de la pasión por la música, como Ilegales de Ilegales (1982) o Música moderna de Radio Futura (1980), amén de un par de joyas de los sesenta que por diversas razones resonaron conmigo y mi generación, como Magical Mystery Tour de The Beatles (1967) (quizás también todos, o casi todos, los otros álbumes de los fab four), The Doors de The Doors (1967) o Songs of Leonard Cohen de Leonard Cohen (1967) [incidentalmente, ¡qué buen año que fue 1967, para la música!].

Si tuviera que determinar el álbum más importante para mi desarrollo personal, sin embargo, aquel del que más claramente puedo decir que influyó en mi manera de ver y pensar el mundo, creo que estaríamos hablando, sin lugar a dudas, de The Wall de Pink Floyd (1979). No se trata meramente de que me sabía todas las letras de todas las canciones: se las traduje a mi padre, incluso, en un arduo ejercicio de peculiar disciplina adolescente voluntaria anterior al internet y como manera de suscitar un diálogo al respecto de esta obra con alguien cuya opinión sobre música y sobre todo sobre política yo respetaba… pero, lamentablemente, él nunca le prestó atención a la traducción, en another brick of my personal wall (supongo que me queda el aprendizaje del inglés). Era capaz de replicar –en mi cabeza al menos– cada sonido del disco, hasta el punto de que, cuando uno de mis mejores amigos, quien tocaba la batería en una banda de tributo Pink Floyd, me dijo, un poco antes de un concierto al que yo estaba asistiendo a eso de los quince años, que les había fallado el vocalista y que ya no venía a dicho concierto por algún capricho de superestrella guayaca de pacotilla (de banda de tributo, al fin y al cabo), pensé por un momento que se me había cumplido un sueño… pero ellos prefirieron decantarse por un The Wall instrumental (sabia decisión; yo no tenía madera ni para superestrella de banda de tributo). Podía conversar por horas, con otros entendidos y, también, con otros no entendidos que seguramente se aburrían como ostras con el mocoso sabihondo que los palabreaba, sobre los significados de las canciones, sobre cada una de las escenas de la película, sobre las muchas relaciones entre lo que se nos contaba en el álbum y lo que estaba pasando a nivel mundial: eran los días de la caída del muro de Berlín, de la reunificación alemana, de la guerra del Golfo…

Lo sentía mío, más claro, el álbum, y lo seguí haciendo incluso luego, cuando la intensidad se atenuó y cuando la experiencia, la “madurez” y la edad, básicamente, me llevaron a acumular otras influencias, otras influencias y hasta otras deidades (hello, Kim!)… pese a lo cual ninguna logró obsesionarme tanto o, por lo menos, obsesionarme con una relevancia tal para mis opiniones sobre la manera como está organizada la sociedad, también, o sobre qué factores van marcando y determinando a una persona como bricks in the wall.

¡Quién iba a decir que este disco de 1979 iba nuevamente a acabar siendo, en nuestros días, aterradoramente actual!

De esto es de lo que hablo en este texto al que acceden en el link de más abajo, publicado en la revista ViceVersa y que es solamente la primera parte de una mini-serie de dos artículos al respecto: el primero es más político y el segundo es más personal.

Nowhere to fly to (I): Leyendo 2017 a través de The Wall de Pink Floyd

Lo personal es político, por supuesto, y viceversa. Nada más apropiado entonces para reflexionar sobre estos “tiempos nuevos, tiempos salvajes”, como diría Jorge Martínez en la canción homónima del disco Ilegales también mencionado arriba y que me cambió, como pocos…

(Crédito de imagen de thumbnail: http://www.hurriyetdailynews.com/bringing-solitude-back-to-pink-floyds-the-wall-.aspx?pageID=238&nID=89250&NewsCatID=383. Crédito de imagen de inicio de post: https://en.wikipedia.org/wiki/The_Wall).

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