Traducciones intergeneracionales (I). De cómo aprendí a amar a Leonard Cohen a través de Tori Amos

Roberto Ponce CorderoJanuary 23, 2017February 1, 2017Español, Música

Una de las ventajas de la relativa “madurez” a la que uno llega después de décadas de “inmadurez”, y digo relativa porque dentro de poco consideraré lo de ahora también “inmadurez”, sin duda, una de las ventajas es, decía, el hecho de que uno deja de hacer rankings. Personas obsesionadas, como yo, con el mundo de la literatura, del cine y de la música tienden, en efecto, a elaborar listados de sus artefactos culturales favoritos, a darles vueltas y a fundamentar las inclusiones y exclusiones, como si uno debiera estar siempre listo para la hipotética pregunta de “¿cuáles son tus pelis favoritas?”, “¿cuál es tu Beatle favorito?”, “¿cuáles son las mejores novelas alemanas de la historia?”, “¿cuál versión de X es mejor, el cover o la original?”

Hay toda una industria de publicaciones online, de hecho, que se basa en la elaboración de listados y en la categorización ad infinitum de libros, de discos, de películas y de juegos de video, entre otros ítems más o menos categorizables; vaya, que la revista humorística Cracked ha llegado al extremo de rankear las décadas del siglo XX de peor a mejor, por ejemplo, y Adequate Man hizo alguna vez una lista de las edades de los niños de 0 a 9 años ordenadas, precisamente, en una escala de supuesta “calidad”, del 1 al 10. En ese sentido, Rob Fleming, el erudito del punk y del new wave y del indie y de la música popular en general que protagoniza la novela High Fidelity (1995) de Nick Hornby, quien hace y rehace constantemente listas de sus discos favoritos para diversas ocasiones, así como de sus ex novias, es una expresión hiperbólica de un impulso que muchos tenemos pero que la “madurez” nos permite un poco apaciguar.

Por eso ya no caigo en el juego de preguntarme a mí mismo, por decir algo, si prefiero la versión de Tori Amos de “Famous Blue Raincoat” o la original de Leonard Cohen. Tampoco en el de preguntarme si prefiero a Tori Amos o a Leonard Cohen. Entiendo, a estas alturas de la vida, que estoy en un momento específico de la historia de ambos artistas (la historia de Leonard Cohen como artista vivo, para empezar, ya terminó) y que eso me impide determinar jerarquías entre ellos, así como que estoy en un momento específico también de mi propia historia, lo que me permite no sólo tomar lo bueno, o en todo caso lo que yo aprecio, de ambos e ignorar lo que me es menos, hm… placentero, en este determinado tiempo y lugar, sin tener la idea de que tengo que justificar mis afectos ante un metafórico tribunal de la estética porque, al fin y al cabo, ¿por qué demonios habría de tener que justificar nada de esto, quién podría interesarse en fiscalizar? Pero no por eso deja de fascinarme el trabajo de reflexionar sobre cómo estos dos monstruos de la canción y de la poesía llegaron a mi vida, por caminos diferentes, o sobre cómo una, en este caso Amos, realmente fue tan influyente en mi vida (hasta el punto de haberme parcialmente dado mi tema de tesis doctoral, como contaré algún día) que contribuyó con producción propia y ajena y de paso con una apreciación nueva de la obra del otro, de Cohen, quien a su vez se convertiría en un referente para mí (y para media humanidad, por supuesto: todo lo dicho tiene también su proyección social y cultural).

De todo esto se trata el artículo que me publicó hoy ViceVersa Magazine, así como de la nostalgia y la ambivalencia con respecto a esas amistades de juventud, de la “inmadurez”, que también necesariamente cambian, se adaptan… o mueren, con esa llegada relativa a la “madurez”.