Traducciones intergeneracionales (II): De cuando Kurt se fue y nos dejó a Bowie

Roberto Ponce CorderoJanuary 30, 2017February 2, 2017Español, Historia, Música

Como movimiento social de masas y de espíritu inherentemente contestatario, el rock ha muerto. Se puede, de hecho, analizar como historia pasada porque, para todos los efectos, ahora es una tendencia musical más… y no precisamente una demasiado popular ni una demasiado vanguardista. En cierto sentido, el rock es el nuevo jazz: un abanico musical semi-amorfo pero –de manera paradójica– altamente coherente que es disfrutado mayoritariamente por iniciados de edad progresivamente mayor (y sin perspectivas de renovación generacional) y de posición socio-económica también cada vez más acomodada. Naturalmente, todavía en 2017 hay, en el rock, nuevas bandas o nuevas voces dignas de ser conocidas, escuchadas, compartidas y promovidas, así como dignas de ser comparadas con l@s grandes del género (mencionemos, por ejemplo, a Courtney Barnett, a Ought, a Anteros, entre otr@s artistas nuevos, por no nombrar a much@s que, siendo del siglo XXI, tienen ya algunos años de trayectoria). Pero, al fin y al cabo, en el jazz también hay novedades y el mundo ya no se mueve al compás de ellas, más allá del mundo del propio jazz. Hasta en la ópera hay novedades. Rock and roll is dead, indeed.

El día de abril de 1994 en el que Kurt Cobain, aquejado por sus demonios físicos y psicológicos, así como por quién sabe qué cosas más, decidió que –para tomar prestada la famosa formulación de su nota de suicidio– “it’s better to burn out than to fade away” y se metió un tiro entre los ojos es un buen candidato para ser nombrado the day the music died. Se clausuraban, con exactitud pasmosa, cuatro décadas de una explosión de creatividad que conmocionó al mundo occidental (y a gran parte del mundo no occidental) y que dejó como legado a artistas de la talla de Elvis Presley, Bob Dylan, The Beatles, The Rolling Stones, Janis Joplin, Stevie Wonder, Carole King, Michael Jackson, Sex Pistols, Patti Smith, Bob Marley, Madonna y tantísim@s más… y David Bowie. El último de la fila fue Kurt Cobain.

Las grandes estrellas de los últimos veinte años, las mentes musicales más brillantes de la contemporaneidad, y vaya si las hay, se manejan ya sea fuera del mundo del rock propiamente hablando (en el hip hop, por ejemplo, o en una de las múltiples tendencias de la música electrónica) o, en cualquier caso, ya no tienen la resonancia social que tenían quienes conformaban el panteón de la era del rock. Un mundo fragmentado ad infinitum como el nuestro, en el que el individuo consumista y conectado a la red (con sus subjetividades determinadas por sus likes) es la única unidad social, no es un buen caldo de cultivo para movimientos de masas como los del pasado, ni siquiera a nivel del consumo; abre las puertas a muchos nichos, sin duda, democratiza el acceso como nunca antes en la historia de la humanidad y permite la existencia de una amplia gama de artefactos culturales hechos a la medida de cada cual, pero no cuaja en un soundtrack de época, en una banda, una colección de canciones, una melodía, una imagen o una pose que parezca capturar del todo un momento de la historia y que sea completamente compartida por “tod@s”, como sí sucedía en el período transcurrido entre “That’s Alright (Mama)” de Elvis Presley (1954) y “All Apologies” de Nirvana (1994).

Nunca nada fue compartido por tod@s tod@s, por supuesto, pero en un momento de la historia sin duda la hegemonía del rock se sentía como tal: como hegemonía absoluta, reflejo en escala 1:1 del Zeitgeist del mundo occidental (y en exportación). Parece inverosímil pero, por ejemplo, en 1981 Philip Norman, el autor de la biografía de The Beatles titulada Shout: The Beatles in Their Generation, podía escribir, sin ánimo de polemizar o de sorprender con hipérboles, sino simplemente de describir el consenso general, que el lanzamiento en 1967 del álbum Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (casi de cajón considerado, en los rankings convencionales al uso, como el mejor de la historia del rock) constituía un “decisive moment in the history of Western Civilization” (p. 290).

Desde que Kurt Cobain se mató y llevó al punk, y por lo tanto al rock, a su última consecuencia lógica, es imposible imaginar que la publicación de un álbum (formato que se convirtió, a partir de 1966 aproximadamente, en la unidad de medida del rock, pero que ahora está de por sí en franca agonía por los avances tecnológicos) pueda ser considerada un momento decisivo de la historia de nada… y menos aún un álbum de rock (Taylor Swift y Beyoncé, en otros géneros, son las únicas que pueden crear todavía acontecimientos con sus novedades discográficas… habrá que escribir un artículo sobre ellas también).

El artículo al que se accede mediante el link de más abajo (segunda parte de una serie de tres que empezó con este otro artículo y que está siendo publicada en la gran revista ViceVersa) habla de ese canto de cisne de Kurt Cobain que fue el disco MTV Unplugged in New York de Nirvana (1994). Más concretamente, se trata de una versión que dicha banda hace de la canción “The Man Who Sold the World” de David Bowie y que introdujo a dicho artista británico a una nueva generación, permitiendo a su vez, en buena medida, un comeback de una figura ahora completamente canónica, como Bowie, que, sin embargo, a mediados de los noventa, estaba por ser olvidada o por dejar de importar. Con esta versión/recuperación, por cierto, Nirvana se insertaba en una tradición de homenaje a las influencias y de rescate de genios extraviados de la breve historia del rock en la que ya estaba inserto el mismo Bowie, quien había sido el artífice de la recuperación para el mundo de la música de Iggy Pop y de Lou Reed, así como en la que estaban insertos también, por poner dos ejemplos más, The Rolling Stones y Eric Clapton, fieles promotores del blues clásico, o The Clash y Madness y otras bandas británicas que impulsaron la popularización del reggae y del ska.

En su testamento musical, entonces, Cobain nos dejó a Bowie, entre muchos clásicos más. ¿Quién sabe, de haberle fallado el pulso y si el rock no se hubiera muerto, qué otras cosas nos iba a dejar?